"¡Qué buenas estas bravas!".
Exclamaba con entusiasmo Mauro cada vez que comíamos en un pequeño bar cerca de
la Facultad de Derecho de Cádiz. Existen docenas de lugares para comer, quizás
demasiados en tan poco espacio. Pero para mi nuevo compañero Erasmus de clase y
para mí, esa pequeña tasca con cierto aire andaluz fue una llave hacia el deseo
antes de entrar en las angustiosas clases de Penal.
Mauro, con sus más de cien kilos, no dudaba en atiborrarse de las patatas
bravas que le preparaba con cariño el fatigado cocinero del Bravolé. Paco luchaba
por ofrecer un futuro más esperanzador a su desestructurada familia. Pero los
pedidos del joven florentino no eran suficientes para paliar las deudas del
establecimiento. Si a eso añadimos que tenía que pasarle la pensión a su ex
mujer, podía deducir que Paco, o Francesco para el italiano, no vivía uno de
sus mejores momentos. El cartel de se
traspasa lo decía todo, aunque Mauro no lo entendía.
Yo no era nadie para negarle un placer gastronómico al rechoncho paisano
de Brunelleschi. Quizá estaba cansado de contemplar los ideales tipos de las
esculturas renacentistas que embellecen Florencia. Lo que mi compañero de
universidad no sabía es que mi verdadero motivo por el que siempre quería acompañarle
hacia su oasis culinario no es mi tipificada hospitalidad andaluza o mi interés
por hacer del italiano una lengua más cercana.
Es más simple que todo lo anterior. El verdadero y único motivo era
ella. Morena, ojos verdes y una sonrisa de esas que hacen de su rostro una
perfecta imagen de la cual mi mente no se puede desprender. No sabía su nombre,
solo conocía que trabaja de camera de lunes a viernes de una a cuatro de la
tarde. Mauro aún desconoce que por las noches el Bravolé también sirve patatas
bravas.
El pánico al rechazo es algo que me cohibía, que helaba mi mente. La
duda empapaba todo mi cuerpo cada vez que pensaba en hablarle a la dulce
camarera. Un simple "¿qué tal?" o quizá una mirada o una sonrisa...
Pero nada. La cobardía es algo con lo que nací.
Ya era mayo, los exámenes estaban a la vuelta de la esquina, el peso del
italiano y mi pánico ante el fracaso aumentaron durante varios meses. Pero ya
no existía lugar para la duda, era ahora o nunca. No quería pasar un verano
recordando una sonrisa de alguien que ni siquiera sabía su nombre. Así que
decidí levantarme de una de las sillas de la terraza del bar, seguí hacia el
final del estrecho pasillo del bar y me dirigí hacia ella. Desde tan cerca su
mirada se vuelve aún más bella. Y yo, con toda la vergüenza que puede acaparar
un joven de veinte años, le pregunté su nombre. Paula, respondió con una ligera
sonrisa.
Tras un año, Paula y yo estamos
juntos, Mauro ya no vive en España. Pero gracias a su apetito puedo decir:
¡Arriba las patatas!
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