A las ocho de la mañana, las farolas comenzaron
a ceder el relevo a los rayos de sol para que apaciguasen el frío que habitaba
en la ciudad desde unos meses atrás. El invierno ya se había instalado, los
árboles fueron víctimas de su caprichosa temperatura hasta el punto de ser
talados y cortados sin piedad como si de una condena se tratase. Un tono grisáceo
manchaba el ambiente de la urbe. Ya no quedaba lugar para los juegos ni las sonrisas, las gentes se resguardaban en sus casas para paliar el extremo frío.
Los más valientes salían a correr para quemar esos kilitos de más que habían
conseguido en las ostentosas cenas familiares, donde el vino y la falsedad entre
parientes paseaban por la barroca mesa engalanada con el mejor mantel y los
cubiertos más caros. Los más humildes, sin más remedio que trabajar un día de
descanso para ganarse el pan de sus hijos, barrían las calles. Se podía escuchar
como la escoba del hastiado barrendero arrastraba hacia un montón los cristales
y botellas producto de una noche joven e inconsecuente. Desde el centro de la ciudad los
rompe botellas cantaban y gritaban como
si la vida les fuera en ello. Más que adolescentes parecían una manada de
hienas que ansiaban una presa para desayunar. Sea cual fuesen sus intenciones
me parecerán las adecuadas mientras me dejen seguir soñando. Porque entre el gélido
ambiente, el frustrado hombre con sobrepeso navideño, el ruido de los cristales
al rasgar el asfalto y el ensordecedor jaleo de los jóvenes cantantes no hay
quien descanse en este banco un maldito domingo.
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