jueves, 2 de junio de 2016

Vivir con vida

He necesitado una semana para sentarme a escribir. Para golpear con rabia y delicadeza hasta acabar hastiado y satisfecho, para  intentar que aquello que ahora reflejo en cada palabra pueda mostrar mi interior. Para desnudar mi alma ante un inocente papel blanco que no tiene miedo a ser manchado por mis confusos pensamientos.

Durante este tiempo me he acostumbrado a vivir en una montaña rusa llena de saltos e incertidumbres. La esperanza se mezcla con la desilusión, la fuerza pelea con la rabia, el sol entra y sale de mis mañanas cuando le da la gana, y las lágrimas se deslizan por mi rostro como la nieve cae de los tejados tras un duro invierno. Lágrimas que solo se marchan de mi cara cuando salgo a correr sin saber muy bien a donde, sin tener un destino ni un plan en mi cabeza que me ordene que es lo siguiente a lo que me debo enfrentar.

Tras encontrarme tantas veces conmigo mismo, tras hablarme y escucharme noche tras noche, he descubierto que una parte importante de la felicidad reside en los pequeños detalles del día a día. Aquellos que te hacen dejar la mente en blanco sin saber que será lo siguiente que pase. Tengo claro que solo hay que centrarse en el ahora, en el presente más inmediato del que a veces intentamos trasladarnos.

Vivir sin miedos, sin rencores, sin clavos ardiendo. Vivir aunque haya que morir corriendo. Vivir sin metas, porque no hay mayor placer que disfrutar de cada paso.

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